IDA Y REGRESO

Doña Isabel Robledo Macías, fina y educada viuda madrileña de 65 años, sonrió maternalmente al empleado cuando éste le informó que aún faltaba una hora para abordar el autobús que la llevaría a París. Agradeció, se dio media vuelta y se alejó, para ir a la cafetería de la estación Sur, deseando que la compañía de un café le hiciera la espera más llevadera. Era la primera vez en muchos años que se atrevía a cruzar las fronteras de Madrid.


Dos semanas antes, el viernes seis de agosto de 2005, fue un día crucial para Isabel. Después de treinta y cinco años ininterrumpidos de trabajar como secretaria de la dirección general en un gran corporativo, se jubiló. Durante esos años hizo quedar bien y tranquilizó a las esposas de los siete directores diferentes que vio pasar frente a ella. El primero fue Don Ignacio Basurto, el hombre que la contrató en el año 1970. Era un hombre recto y rígido, bajo y oscuro, a quien era imposible robarle una sonrisa. Isabel pensaba que don Ignacio era un hombre infeliz, pese a que el trato con ella era cordial. Estuvo cuatro años al frente de la empresa y gracias al éxito en su desempeño lo hicieron accionista. Fue la primera –y única- vez que Isabel le vio sonreír.


Lo sustituyó el débil Rafael Díaz, quien apenas duro tres meses. Entre las anécdotas más narradas de Isabel, está aquella en la que una tarde vio a Rafael Díaz mirando por la ventana, llorando a mares, sin saber cómo resolver un lío en el que se había metido por tener un carácter pusilánime y melindroso. Parecía un chiquillo blandengue asustado por haber sido suspendido en el colegio. Isabel se acercó a él, le ofreció alternativas, le explicó lo relativo a las fluctuaciones de los mercados e intentó hacerlo reaccionar, pero fue en vano.


Al salir Rafael Díaz, la viuda estuvo una breve temporada sin jefe hasta que apareció Jules Lacarde, un audaz francés que después del primer año, fue arrestado por fraude, pues además de haber gastado fortunas en viáticos no justificados, quiso estafar a la empresa dirigiendo todas las compras y adquisiciones a la proveedora de su hermano pagando hasta seis veces el valor original de las cosas. Un auténtico truhán que, sin embargo, fue siempre muy caballeroso con ella. Le siguió Claudio Ramírez, un asturiano silencioso, trabajador compulsivo, que llegaba a las siete de la mañana, se iba a las ocho de la tarde y solía trabajar los sábados. El hombre sufrió un infarto y desgraciadamente murió. Vino al rescate Felipe Buenaventura, mujeriego, coqueto e irresponsable, quien sin embargo alcanzó la cuota de cinco años al frente de la empresa con muy buenos resultados. Después, Buenaventura se independizó y fundó una compañía pequeña que proveía de materiales de informática al corporativo. Los de Buenaventura fueron los años más difíciles para Isabel, pues su principal responsabilidad consistía en disfrazar las infidelidades de su jefe y atender los constantes ataques de celos de la esposa. Finalmente, llegó su último jefe, el Sr. Calderón, hombre noble, con quien acumuló 20 felices años de convivencia trabajando en armonía.


Mientras bebía su café, Isabel se daba cuenta que tenía sentimientos encontrados. Por un lado, era triste dejar esa empresa después de tanto tiempo; conocía sus estructuras, los detalles, los pliegues escondidos y sus contradicciones, creció al parejo de ellos. Vaya que echaría de menos los correos electrónicos urgentes, el fax, la mensajería, los olores tan peculiares de esos muebles que estaban ahí desde antes que ella llegara y que seguirían estando ahí después que ella se marchara. Echaría de menos la matinal sonrisa del Sr. Calderón cuando le daba los buenos días. Echaría de menos las comidas de fin de año, los intercambios de regalos que ella misma organizaba, las despedidas, las bienvenidas, los congresos. Pero por el otro, se sentía joven aún y se le abría un mundo amplio de posibilidades. Era hora de pensar en ella, en su propia vida, en su historia y en su presente para proyectar su futuro. Se retiraba con una pensión muy generosa que le permitiría mantener su actual nivel de vida y contaba con ahorros suficientes para permitirse ciertos lujos.


Isabel enviudó siendo joven y nunca tuvo hijos. Después de analizar varias posibilidades, decidió darse a la aventura de localizar a Claudette, su medio hermana, a quien no veía desde el año 1960. Claudette era diez años mayor y lo único que Isabel sabía era que estaba al frente de una tienda de antigüedades llamada Époques, en París. En realidad nunca mantuvieron una relación cercana, apenas un par de cartas durante la adolescencia, pero Isabel quería saber qué había sido de ella. ¿Se habría casado? ¿En qué condiciones viviría? Le era sorprendente tener una hermana de 75 años de quien sólo sabía que vivía en París.


Llegó la hora de abordar el autobús. Isabel puso su maletín en la parte superior y se sentó en el mullido asiento, junto a la ventana. Pensaba en lo mucho que le gustaba Madrid cuando el autocar circulaba por la autovía en dirección a la salida a Burgos. Nunca lo había visto desde esa perspectiva. ¿Se atrevería a dejarlo para siempre? ¿Qué decisión tomaría si Claudette le proponía que se fuese a vivir a París con ella?


El vehículo viajaba rápido. Isabel pensaba en que nunca había circulado a esa velocidad y con esa comodidad. Disfrutaba de la enorme variedad de verdes que miraba por la ventana y no podía evitar cuestionarse aspectos que ahora que se retiraba le resultaban fundamentales. ¿Cómo sería su vida si no hubiese enviudado, si tuviera hijos y nietos? ¿Estaría embarcada en la aventura de reencontrarse con una medio hermana a quien realmente no conocía?


Al anochecer se acercaban a Vitoria, cogiendo la desviación hacia Donostia. Isabel recordó que al cumplir quince años, su madre le había preparado una gran sorpresa. Organizó una fiesta con todas sus amigas del colegio que la colmaron de regalos. Cuando estaban partiendo el enorme pastel, una guapa mujer tocó a la puerta: Isabel vio entrar a la invitada más importante, su medio hermana Claudette, a quien vio por primera y única vez. Estuvo casi un mes hospedada en su casa y empatizaron mucho, pese a la diferencia de edades. ¿Cómo sería el encuentro ahora? Claudette no sabía nada al respecto, ¿la reconocería? Desde un mes antes de salir de viaje, trató inútilmente de localizarla por distintos medios.


Al salir de Donostia, Isabel se dio cuenta que no había comido nada desde que salió de Madrid y sintió hambre. Estaba completamente a oscuras y la mayoría de los pasajeros dormían plácidamente. Isabel intentó relajarse y dormir, pero los nervios no se lo permitieron. Al cruzar la frontera en dirección a Burdeos, Isabel recordó que en los años posteriores a la Guerra, sus padres intentaron enviarla a vivir a México, pero el hombre a quien amaba se anticipó y la pidió en matrimonio. Isabel tuvo que escoger entre irse a vivir al nuevo continente o casarse, optando por la segunda opción. A los dos años, su marido cayó enfermo y murió. Isabel guardó luto hasta que se metió en la dinámica de la vida laboral, dinámica que apenas ahora abandonaba.


¿Sería cierto que París era la ciudad del amor? Isabel no recordaba lo que era sentirse enamorada y se sabía muy lejos de ello. Pensaba que a su edad, esas cosas ya estarían vedadas. ¿Estaría casada Claudette? ¿tendría hijos, nietos, tal vez, bisnietos? ¿Sería capaz de compartir su vida familiar con ella? Se le venían tantas interrogantes como sorpresas al mirar por la ventana. Era claro que estaba en Francia, las casas, las calles, los comercios, eran diferentes a los que ella estaba acostumbrada a ver en Madrid. Isabel sintió que la piel se le erizaba cuando el conductor anunció que en breves minutos estarían entrando a París. No había logrado conciliar el sueño en todo el recorrido y dormir era lo que menos apetecía. Una hora después, Isabel recorría a pie las calles del barrio donde había muchas casas de antigüedades.


Esa noche cayó rendida. Se alojó en un hotel pequeño en el barrio de Montmartre, cercano al Sagrado Corazón. Los días que siguieron, se dio a la tarea de recorrer las casas de anticuarios hasta que finalmente dio con la que buscaba. La atendía una mujer atractiva de unos cuarenta años de edad. Isabel preguntó por Claudette y la mujer le informó que había muerto casi cinco años atrás. Isabel sintió una tristeza profunda y no quiso identificarse, ¿tendría algún sentido? La mujer la miraba con curiosidad, ¿por qué esta mujer desconocida preguntaba por su madre?


Isabel permaneció unos días más en París y decidió regresar a Madrid, tomando la misma ruta en el mismo autocar que la había llevado, pero sin la ilusión de encontrarse con una parte de su historia. Sin embargo, tenía aún, toda una vida por delante.

4 comentarios:

Elena Mateu dijo...

Melancólico, ¿verdad?
Tus relatos son muy diferentes entre sí, es admirable.

Besos.

Elena Mateu dijo...

Melancólico, ¿verdad?
Tus relatos son muy diferentes entre sí, es admirable.

Besos.

Elena Mateu dijo...

Sorry, creo que le di dos veces sin querer.

Mercedes Ridocci dijo...

Entrañable relato.
Para mí si hubiera tenido sentido haberle preguntado por su madre, pero este personaje eligió: ¿para que?
Al menos regresó a su querido Madrid
con la ilusión de tener toda una vida por delante.

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