LA FIRMA


"Si algún cristiano nuevo hay, que mal use la fe que acoge, yo seré el primero que traeré la leña en que lo quemen y daré el fuego", palabras enunciadas por don Alonso de Cartagena, maestro ilustre de los Santos Inquisidores y otrora mano ejecutora de Sus Majestades. Nunca había afincado don Alonso en Valladolid, pero sus palabras resonaban en toda la cuenca del Duero, sobre todo, en los angostos túneles subterráneos que albergaban los calabozos del Santísimo Tribunal, donde nunca entra la luz del sol, por eso siempre son fríos y oscuros. Pero el agua sí que los penetra, por eso el agua es más hábil que el sol. Fray Segundo arrastraba los pies; se tropezaba con el borde húmedo de su sotana, caminando por el más oscuro de los túneles en dirección del calabozo donde tenían encerrado a Francisco de Zubieta, acusado de cristiano nuevo y sentenciado a muerte por el eco de las palabras de Alonso de Cartagena que, desde algún Santo Convento de Segovia, alguien repetía.
Francisco de Zubieta era conocido como el Falso Marrano. Lo habían arrestado en el mercado meses atrás, cuando vendía sus joyas. Su único delito era ser sospechoso de ser judío. Vivía desde siempre en la Villa de Valladolid, en la parte alta que es la más lejana al Duero. Se decía que el Ilustre Señor inquisidor en persona firmaría la sentencia en su presencia y lo estaban esperando.
“Pobre de este hombre, que en nada ha pecado…”, pensaba el generoso fraile; “…ni daño ha hecho, nunca, ni se niega al diezmo, pagador puntual que sí es”; pero eso no aliviaría la sanción. Menos si habían hecho venir al Señor Inquisidor desde Segovia hasta Valladolid a firmar la sentencia. Fray Segundo llegaba al calabozo, acompañado del guardia Mustac para que le abriere y cerrare los candados que protegen las puertas. Fray Segundo no dejaba de pensar en el Señor Inquisidor. Le tenía miedo él mismo, aunque lo conocía de la infancia. Le volvería a ver después de tantos años. ¿Le reconocerá el Señor a él? ¿Recordará que tuvo a bien nacer en Villa, la de Valladolid?
Fray Segundo era el único que conocía bien el origen de Zubieta, pero no se atrevía a decirlo, pues era, en efecto, de origen judío. Lo hubiera hundido aún más. Tenían la misma edad y cuando se conocieron, siendo niños, gustaban de jugar juntos por los alrededores de la Villa. Tenían  un tercer amigo, también de origen judío, pero que ya no estaba con ellos, pues había desarrollado una carrera muy importante en el Santo Oficio. Se decía que el tercer amigo conocía y trataba personalmente con Isabel de Castilla y era un recomendado de Fernando de Aragón.
Fray Segundo temía al encuentro. El Señor Inquisidor reconocería la sonrisa inocente del Falso Marrano y aún así, tendría que firmar la sentencia de muerte inmediata, pues ya se le hallaba culpable. Sólo faltaba la firma y Fray Segundo era el responsable de llevar el tintero, la pluma y el papel para que el Señor Inquisidor firmara la orden de ejecución. Cuando el fraile llegó al calabozo, el Falso Marrano comía como desesperado. Miró a Fray Segundo con los ojos muy abiertos sin dejar de comer.  Respiraba jadeando, implorando ayuda, ayuda que Fray Segundo no podía dar.
Esta noche estará aquí el Señor Inquisidor, le dijo al prisionero, sentándose a su lado. El Falso Marrano había cumplido una penitencia de ocho días y sus noches sin probar alimento por haberse negado a hablar en la audiencia. Mustac volvió a colocar el candado por dentro del calabozo y con un fuerte puntapié lanzó por los aires, tal vez matándola, a una rata que pretendía acercarse, al oler los alimentos que habían llevado.
Segundo, ayudadme a no morir, imploró el acusado.
El fraile sacó el tintero, la pluma y el papel y dijo al preso que no estaba en él. Que el Señor le reconocería y quizá le perdonaría, y firmaría, tal vez, su absolución, no la sentencia, que implorara al Inquisidor, que no a él. Había que tener esperanza. Terminó de decirlo y Mustac anunció que se acercaba el Señor, y el fraile y el prisionero oyeron el eco de los pasos de muchas personas que venían con él. Al llegar, ni Fray Segundo ni Francisco de Zubieta pudieron ver el rostro del Inquisidor, hundido en la profunda oscuridad de la capucha de felpa, pero sí sentían la torva mirada de quien su amigo fue. Mustac abrió de nuevo los candados y dejó pasar al séquito. El Señor Inquisidor miró durante unos instantes al preso, que no lograba ver la cara de su verdugo. El corazón de Fray Segundo retumbó cuando el Inquisidor solicitó el tintero, la pluma y el papel. De su propia mano, redactó y firmó la sentencia.
Dos días después los restos de Francisco de Zubieta ardían en el mismo acampado donde, de niños, tomaban el sol, se mojaban en la lluvia y jugaban a esconderse del río, junto con Fray Segundo y el tercer amigo, el amigo, que la sentencia firmó.

3 comentarios:

Mercedes Ridocci dijo...

Que bien que sigas llenando tu blog de palabras. Te confesaré que aunque "por la boca muere el pez" me gusta mucho (de hecho te conocí por ahí), este es mi preferido. Me gustaría ver más comentarios. Estoy pensando en hacer algún tipo de enlace en mi blog, quizá a alguien le de por curiosear y llegue hasta aquí.

¡Que fuerte!
Toda una lección de ética.

Muy bueno, Raúl. Mañana leeré el otro texto.

Elena Mateu dijo...

Qué bueno y qué triste, ¿verdad?
No cuesta imaginarse la situación y posiblemente haya ocurrido algo parecido en la realidad.

Gracias por compartirlo.

Jo Grass dijo...

Cosas más duras debieron pasar en esa época, pero jamás me habían contado una historia ambientada en ese momento que me produjera semejante ternura. Esa es la magia de la buena pluma!