SERVICIO A DOMICILIO


Descomunal, monstruosa. Tamaño no me jodas, aspecto jabalí, aroma no me olvides y a ver, sácame de aquí. Colosal, astronómicamente desproporcionada. Digna de museo, de coleccionista. Ni el mismo Leonardo Da Vinci hubiera sido capaz de lograr esa conjunción de formas, tan armónicas y en perfecto equilibrio. No sólo era grande, sino perfecta, sin un solo detalle que hiciera sospechar una falta de pericia en su elaboración. Pocas cosas en la naturaleza poseen esas superficies curvas tan bien delineadas. Tan perfecta que generaba la ilusión de que fuera falsa, artificial. Pero no, nada más real y auténtico. Francamente insultante. ¿Porqué a él? ¿Cómo era posible, de dónde podría haber salido semejante cantidad? A pesar de lo majestuosa, era igualmente repugnante. Había sido colocada con una maestría admirable al centro del tapete de bienvenida que sirve para limpiarse los pies antes de entrar a su casa. Simétrica, concéntrica, con una base ancha, elíptica, que crecía en capas trenzadas, también elípticas, que iban disminuyendo en grosor y diámetro hasta que culminaba con un pequeño guiño curvo en la punta, imitando el merengue de una torta de cumpleaños. Medía no menos de veinte centímetros de altura y quince de diámetro. Se veía joven, fresca, radiante, con una textura lozana, aunque había algo extraño en su consistencia: era lo suficientemente sólida como para no poder limpiarla con la manguera y lo suficientemente líquida o pastosa para no poder cogerla con algún instrumento y disponer de ella sin derramarla y embarrar los alrededores.


Lorenzo no lo podía creer. Abrió la puerta de su casa con la intención de irse a trabajar, como todos los días, pero al verla ahí, insultante, no supo qué hacer. No se atrevía a acercarse mucho, pues el olor era fuerte. Se quedó pasmado unos instantes, observándola. ¿Qué procedía? ¿Limpiarla en este momento? No, era mala idea. Perdería más de una hora, tendría que cambiarse de ropa, ducharse de nuevo, llegaría tarde al trabajo, en fin, no. ¿Pedir a alguien que lo hiciera por él? Sí, excelente idea, pero… ¿a quién? ¿Acaso alguien aceptaría semejante tarea? En caso de encontrar un buen samaritano dispuesto a ayudarle, tendría que sobornarlo e invertir una buena cantidad de dinero, pero a esa hora iba a ser imposible encontrarlo, y menos por esos rumbos. Otra alternativa: podía ignorarla por el momento, levantar los pies muy alto, pasar por encima de ella y alejarse lo más rápido posible, pero… ¿y al regresar? Tendría que lidiar con eso por la tarde y con quién sabe qué clase de consecuencias más, si la dejaba tantas horas a las puertas de su casa, podría crecer, reproducirse, invadir su casa por rendijas y orificios, podría ahuyentar al cartero, estaba negándose la posibilidad de recibir visitas por el resto de su vida, ¿qué pensarían sus vecinos? ¿Qué él era un incapaz de encargarse de la honorabilidad de la entrada de su hogar? No, no, dejarla ahí era la peor idea.


Lorenzo se metió de nuevo en su casa y cerró la puerta, pensativo. Eran apenas las ocho y media de la mañana y ya estaba exhausto. Buscó algo en la sección amarilla sin saber bien qué buscaba. ¿Existen negocios que se dediquen a esto? No es algo que suela ocurrir. A nadie. Ni en las películas, vamos. ¿Porqué a él? Abrió de nuevo la puerta y asomó la cara. Ahí estaba, era real, no había sido una alucinación. Es más, tan estaba ahí, que Lorenzo percibía una cínica sonrisa en la actitud de la masa. Se metió de nuevo y llamó a su trabajo para avisar que llegaría con un par de horas de retraso y resignado, se cambió de ropa, dispuesto a limpiar la horrenda afrenta que, impúdica, impía, le esperaba a su puerta. Buscó guantes, tapabocas, pasamontañas, se puso una camisa muy usada que con toda seguridad terminaría en la basura y unos pantalones viejos y raídos que podía aprovechar y disponer de ellos. De una buena vez. De uno de los cajones de la cocina sacó tres enormes bolsas negras de plástico muy grueso, de esas que perfectamente podrían haber sido usadas para meter un gato muerto y que no escapara el olor. Se forró las manos enguantadas con varias capas de bolsas de plástico del supermercado. Unas gafas oscuras para evitar fotografiar con la mente, de por vida. la nitidez de la imagen a la que estaba por enfrentarse y se colocó una red que le protegiera la cabeza. Armado, vestido y preparado como si fuera a participar en una guerra bacteriológica, abrió sigilosamente la puerta de entrada de su casa. Apenas asomó la una parte de la cara. Movió los ojos de arriba abajo hasta que la encontró. Ahí seguía, inamovible, cínica, estoica, insoportable, burlándose de él, diciéndole “anda, no seas amarrete e invítame a pasar”. Lorenzo abrió la puerta apenas lo suficiente para poder pasar él y salió, cerrándola inmediatamente y teniendo extremo cuidado con sus pasos, no fuera a ser que pisara exactamente donde no debía. Miró al cielo, implorando la ayuda de los Dioses en los que antes no creía pero que ahora sí, respiró profundo y contuvo el aire, se encuclilló, contó hasta tres y con una determinación que le hubiera ayudado mucho a expandir sus negocios, extendió los brazos, abrió las manos y la cogió. Escuchó un ruido húmedo, parecido al que se percibe cuando un pedazo de gelatina se cae al suelo; sintió cómo los dedos penetraban poco a poco en esa masa indefinida de textura suave y dura a la vez. Pensaba en que las riquezas del espíritu suelen ser veloces e instantáneas, pero las miserias de la vida, por alguna razón, se nos presentan en cámara lenta, para que suframos más. En el viaje del suelo hacia la primera de las bolsas donde sería depositada, se deshizo y se partió en varios segmentos, como si el continente africano estallara y se convirtiera en un millón y medio de archipiélagos esparcidos por el océano. Cuando sus manos llegaron a la boca de la bolsa, apenas llevarían la tercera parte de la masa. Tuvo que recoger los sobrantes, uno por uno, de aquí, de allá y de acullá, algunos que se fueron hacia los arbustos, otros en la acera y uno, más o menos grande, que se atrevió a colarse metiéndose entre las piernas.


Después de eternos minutos, Lorenzo finalmente logró juntar todo el material en la primera bolsa, la cual selló y fue metió en otra bolsa, la cual fue a parar en el interior de otra y así sucesivamente, hasta que quedó convencido de que el enemigo no tendría manera de escapar de su prisión de plástico. En una bolsa aparte colocó las herramientas y las prendas usadas. Después vino la parte más pesada, la tallada. Con una escobilla, alcohol, gasolina, vinagre, amoníaco, lejía y detergente, Lorenzo limpió toda la zona de desastre. Los vecinos se asomaban por sus respectivas ventanas observando la gran capacidad doméstica del ejecutivo. Hora y media después de iniciada la operación, Lorenzo depositaba los restos de la batalla en el contenedor de la esquina y, una hora más tarde, recién duchado y vestido adecuadamente, conducía su último modelo color rojo-no-me-olvides hacia su oficina para iniciar una jornada más de trabajo.


Regresó a su casa varias horas después. Después de aparcar su coche, caminó temeroso hacia la puerta de la entrada, esperando cualquier cosa, a estas alturas todo era posible. El tapete de bienvenida había sufrido las consecuencias del ataque matutino, la acidez de la masa había opacado la parte del centro. Vamos, no era como si un tapete en dos tonos marcara una diferencia en la vida de Lorenzo, pero dado que él sabía lo qué había ocasionado la bitonalidad, no era como para guardarlo de recuerdo. No, ni hablar, había que deshacerse de él. ¿Cómo no lo pensó antes? ¡Había sido un grave error de juicio dejarlo ahí!, seguramente estaría invadido de gérmenes y bacterias y por ningún motivo permitiría que esas colonias de seres indeseables entraran a su casa. Pateó el tapete como si fuera una lata hasta que lo llevó a la esquina donde estaban los contenedores. Un chiquillo asomado de una ventana vecina pensó que Lorenzo jugaba con el tapete imitando a una de las estrellas de su equipo favorito e hizo lo mismo con el tapete de su habitación. Lorenzo sintió curiosidad, ¿se habrán llevado aquello o seguiría en el contenedor? Con las uñas, tomó el tapete por una de las esquinas, abrió la tapa del contenedor y lo echó dentro, verificando que estaba vacío. El problema se había ido con el camión de la basura, el tapete se iría al día siguiente y Lorenzo podría dormir tranquilo, comprar otro tapete y otro kit de salvación y continuar con su exitosa vida en el mundo de los negocios.


Pero las cosas no son como uno las sueña, no señor. A veces la vida la tenemos entre dos paréntesis. Al día siguiente, Lorenzo despertó, se duchó, se vistió muy elegantemente tenía una cita con uno de sus clientes más importantes ese día y al abrir la puerta de su casa, menuda sorpresa que se llevó. No había tapete, pero sí que había una nueva obra, tal vez más grande, más espectacular que la del día anterior. Más insultante. Había algunas variaciones en los tonos, pues era algo más oscura, pero podía decirse que era obra del mismo artista, colocada en el mismo espacio. ¡Y sin tapete alguno que al menos protegiera la baldosa! ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Alguien le jugaba bromas de pésimo gusto? ¿Alguien lo estaba agrediendo de manera anónima? ¿Había comenzado la tercera guerra mundial? Lorenzo no tuvo otra opción que repetir lo que hizo el día anterior, pasando su importantísima cita para la tarde, pero esta vez estaba enfadado de verdad. Una cosa es una cosa, pero otra cosa muy distinta, era eso que le estaba ocurriendo. Además, esta vez le costó más trabajo. Ensució la manija de la puerta, trató de limpiar los restos a manguerazos y lo único que logró fue incrustar algunas partes en los entrecejos de los tabiques del muro de su jardín y, desgraciadamente, piso una parte, echando a perder por completo sus nuevos zapatos. La cosa se le estaba poniendo muy desagradable.


Uno pensaría que son cosas que pasan y que había que adaptarse, pero no fue así. La situación se repitió de manera casi idéntica los siguientes días. Lorenzo estaba desesperado. Visitó a todos sus vecinos relatándoles los hechos, esperanzado en encontrar un alma piadosa que le diera alguna pista, pero nadie, absolutamente nadie, se atribuía la autoría. Para colmo de males, los vecinos simplemente decían desconocer el asunto. Con el ánimo de ponerle fin a la situación, una noche decidió hacer guardia. Se colocó en una silla al lado de la puerta, junto a una ventana que le permitía observar lo que sucedía en la parte exterior de su puerta y dejó encendida la luz del porche.


Pasaron las horas y no sucedía nada. Bastó que Lorenzo cabeceara y dormitara durante unos segundos para que al despertar, estuviese ahí, una nueva variación en la obra del artista, la número once de acuerdo con sus estimaciones. Su porche se había convertido en museo, eso ya no dejaba lugar a duda alguna.


Dos semanas después y con el presupuesto muy menguado debido al desembolso que implicaba el diario lavar el porche de su entrada, lo menguó más y compró una cámara de videovigilancia para grabar lo que ocurría en su porche durante toda la noche, ya que cada vez que hacía guardia, bastaba con que se rascara, tosiera o se distrajera medio segundo para que la obra apareciera de la nada, siempre en el mismo lugar. Pero también fue un fracaso. La primera noche hubo una interrupción en el suministro de energía que cortó la grabación; la segunda, olvidó poner una cinta; la tercera olvidó encender la luz del porche y sólo grabó seis horas de oscuridad; la cuarta colocó mal el ángulo de la cámara y grabó los coches que circularon por la calle. La quinta noche, el viento empujó una hoja de papel periódico hasta el ojo de la cámara e impidió que ésta grabara algo y la sexta noche, simplemente se la robaron. Y todos esos días, tuvo que deshacerse del regalo que a diario dejaban a su puerta. Finalmente, Lorenzo hizo lo que los grandes espíritus: puso su casa en venta y se dedicó a buscar un nuevo lugar, en un nuevo barrio, donde poder vivir tranquilo y salir a trabajar como cualquier cristiano común y corriente. A su parecer, era la única salida que le quedaba.


Logró hacerlo rápido. En dos semanas, estrenaba una nueva casa, un poco más pequeña y en un barrio no tan lujoso, pero una casa al fin, limpia de regalos en la puerta, sin servicio a domicilio. La vida le sonrió. Lorenzo volvió a subir a la cumbre en sus negocios hasta que se casó. Nueve meses después, limpiaba los desperdicios de su recién nacido hijo y lo hacía con tal maestría, que esposa lo miraba con curiosidad, como queriendo entender de dónde había sacado tantos conocimientos en la limpieza de los desechos. Por supuesto, Lorenzo mantuvo para sí las aventuras vividas en su antigua casa.


Un día sintió curiosidad. Cogió su coche y condujo hasta el barrio en el que solía vivir. Llegó a la que fue su casa durante años y tocó a la puerta, la cual no mostraba señal alguna de alteraciones o agravios en contra de los nuevos habitantes. Fue recibido por el mismo matrimonio que le compró la casa, una pareja amable y cordial: lo invitaron a pasar, tomaron café y pastas y en ningún momento se hizo mención de ningún evento que indicara que las entregas matutinas habían continuado. Un tanto triste al comprobar que lo que había vivido era un agravio personal, en su contra, y no una característica de la casa o de la zona, se despidió amablemente y regresó a su hogar.


Lorenzo aparcó su coche y al caminar hacia la entrada, le flaquearon las piernas, se le secó la boca y se le nubló la vista. El corazón le palpitaba tan fuerte que parecía que le iba a estallar. Caminó despacio, rogándole a todos los Dioses, en los que seguía sin creer, que lo que estaba viendo fuese una ilusión óptica, una jugarreta de la vida, una mala broma de las circunstancias. Pero no. Nada de eso. A medida que se acercaba, en cámara lenta, notó un bulto extraño en la puerta. No necesitó acercarse mucho para ver que en efecto, la maldición lo había localizado. Caminó lentamente hasta llegar a la puerta y la vio, majestuosa, soberbia, inverosímil, colocada con precisión milimétrica al centro del tapete de bienvenida a su nuevo hogar. ¿Qué hacer? ¡Era para volverse loco! Pero de poco le serviría quejarse y probar, ya conocía a la perfección lo que el futuro le deparaba. En pocos segundos, miles de imágenes pasaron por su mente haciéndole vivir de nuevo las torturas que había tenido que soportar en el no tan lejano pasado. Lorenzo rompió en llanto y se arrodilló. Resignado, metió las manos en la obra, sabiendo a lo que estaba destinado. De pronto, escuchó ladridos de un cachorro y su mujer salió a recibirlo a la puerta, llevándose una desagradable sorpresa al ver a su marido arrodillado con las manos metidas en la masa. Atrás de su mujer, salió un adorable cachorrito que le movía la cola mientras ella le decía que lo estaba esperando para advertirle que tuviera cuidado, que había decidido comprar un cachorrito y que había ocurrido un pequeño accidente a la puerta de la casa, pero era demasiado tarde. La parte más difícil de todo, iba a ser explicarle a su mujer porqué le había encontrado arrodillado, con las manos metidas donde las tenía metidas, llorando como vil magdalena desconsolada.

5 comentarios:

Elena Mateu dijo...

Ah, qué bueno. Cuando he conseguido adivinar lo que estabas describiendo se me ha escapado una carcajada. El resto ha sido ponerle el físico de Mr. Bean a tu personaje y partirme de risa hasta el final.
Gracias.

Mercedes Ridocci dijo...

Es un relato que mantiene la intriga de principio a fin. A medida que lo lees la ansiedad va creciendo, y al final no se desvela el misterio de que es "la masa" (o yo no he sabido verlo), aunque quizá da igual, puedo interpretarlo desde mi imaginario como "los lastres" que nos persiguen, que aunque uno cambie de casa, de vida, de ambiente, siguen ahí, pegados a tu espalda, dándote el coñazo.

Nieves LM dijo...

me ha parecido buenísimo

Jo Grass dijo...

Madre mía, me has mantenido angustiada y en crescendo durante toda la lectura. Me has dado mil y un motivos para que mi mente intentara imaginar lo inimaginable y sobrenatural. Me quedo impresionada y agotada al mismo tiempo.
Echaba de menos tus textos! No sé cómo se ma había pasado!
besos

Ali dijo...

Es el primer texto tuyo que leo...impresionada tras la capacidad de intrigar que tienes y desarrollas a lo largo de la historia. Como enfoque es un buen planteamiento el que hace Mercedes Ridocci...los famosos lastres que todos llevamos a cuestas.
¡Muy bueno Raúl!
Vamos hablando.