EL DESPERTADOR

Sopor, modorra, letargo. Panacea para el dolor existencial. Éxtasis, casi. Como en estado de coma. Como en coma. ¿La peor de las crisis? Tener que despertar. Su cuerpo, que quiere ser cadáver vivo, no se mueve ni medio centímetro, jamás a esta hora del día. Cada segundo vale oro, después ya se verá. El organismo humano es perfecto cuando no se controla con la mente sino con las incidencias de la noche; la cama y las sábanas se vuelven sus aliadas. Al entrar en ellas, lo quieren sacar a puntapiés, pero después, hay idilio, y dura horas, las sábanas, las frazadas, las almohadas y las esencias aromáticas de la cama que ya no lo quieren dejar ir, se han enamorado perdidamente de él y él, a su vez, de todas ellas. El idilio perfecto, tanto, que no es necesario moverse ni medio milímetro. Cinco minutos más. Son obligatorios, como lo es el fin de las cosas. Lo que empieza debe terminar, aunque no deba. Placer. La espera, ¿es placer o dolor? Faltan sólo unos segundos para que suene por segunda vez la alarma y es imposible determinar cuántos, igual pueden ser treinta que tres mil que cien mil. Pero en esas condiciones, da lo mismo. Se acerca la hora, maldita, carnívora, ¿quién la llamó?, viene a despedazarlo, a comérselo vivo. ¿Qué le hizo Roberto a la vida para que lo tratara tan despiadadamente? El único consuelo que queda, unos minutillos más en la cama, aunque sean minutillos de treinta segundillos, no importa, ¿tal vez, puede ser?

La excusa del tráfico es la mejor, es insuperable. El resfrío es un lugar común, todos lo usan pero es peligroso, la historia dice que las cosas hay que usarlas, pero no abusar de ellas. El tráfico es mejor, hace días que está guardado, ya le toca. No tarda en sonar el maldito despertador. ¿Y si fueran apenas las tres? No, imposible, se siente la luz invadiendo el espacio. El sol ya entró a trabajar y ese pelmazo siempre llega, no falta aunque haya tráfico, aunque se enferme, aunque esté nublado. ¿Porqué tendrá alma de esquirol? Esquisol. Roberto sigue dormido esperando a que suene su despertador. A que no suene, mejor dicho. Sueña que abre los ojos y de pronto no sabe si sueña o piensa o desea y quisiera hacer todo al mismo tiempo pero sabe que no puede y menos, debe. En cualquier momento va a sonar. La espera es agónica. El segundero es un tramposo, marca de dos en dos, a gusto y conveniencia de los enemigos de Roberto. Ese maldito segundero le hace trampa todos los días de lunes a viernes para hacerlo levantarse más rápido aunque no sea necesario. Cinco minutillos más, daría tres años de vida a cambio.

Roberto era flojo, flojo como nadie. Era el tío más flojo del barrio. Era más flojo que el más flojo, si fuera intestino ya habría sido operado, removido y sustituido. Todos los días se peleaba con su reloj despertador, que sonaba quince minutos antes de las ocho de la mañana. Entraba a trabajar a las ocho y media y era tan flojo, que no se duchaba, apenas desayunaba dos míseras galletas dulces y un más mísero vaso de zumo de naranja mientras se colocaba la arrugada camisa manchada con huevo frito del fin de semana y la corbata con café de oficina, con tal de dormir lo más que pudiera. Sábados y domingos era otra cosa. Pero de lunes a viernes había que repetir el horrendo programa. Cuando Roberto era niño, todos los días le preguntaba a Dios por qué los hombres habían inventado la manía de levantarse temprano, ya fuera para ir al colegio o simplemente porque debían hacerlo, y Dios nunca quiso darle respuesta a sus preguntas y Roberto tuvo que crecer y desarrollarse sin saberlo, hasta llegar a la edad a la que llegó. Por lo tanto, Dios es culpable, ¿porqué no responde a las preguntas que humildemente se le plantean?

Roberto era empleado de la oficina de correos y normalmente le correspondía cubrir el primer turno en la mañana, atender a la cantidad infinita de personas bien intencionadas y lentas como tortugas que se forman frente a él, y que una por una le van bombardeando trabajo. No saben llenar un formulario, no saben hacer preguntas, ni siquiera saben lo que no saben y hay que decirles todo, de pe a pa, del uno al diez. ¿Porqué no van al banco, si les queda más cerca? ¡Hay más empleados y más ventanillas! No, van al correo. Malditas tradiciones, malditas oficinas. Señoras, iguales, bien vestidas y perfumadas, unas un poquillo más altas que otras, sólo un poquillo, todas tirando de una valija con ruedas con las compras de la mañana, las primeras, porque hay que ir al correo antes y después seguir formándose y seguir comprando cosas, veinte gramos de jamón, ni un gramo más, y debe estar perfectamente bien cortado, setenta y cinco gramos de queso tierno, pero en lonchas, los trozos no sirven a estas señoras que saben alimentarse, que saben cuidarse pero no saben lo que saben y menos saben llenar un tonto formulario que está prácticamente lleno antes de que lleguen. No saben poner su nombre. Después vendrán los señores, ésos son peores, se quejan, porque aunque no saben lo que saben, creen que lo saben y no preguntan, ni se forman, y tienen que volver a llenar las formas desde el principio, y eso es toda la mañana de todas las mañanas de todos los días de lunes a viernes, y el despertador sigue sin sonar. Roberto cree que es una tregua, el segundero decidió, ese día, ser justo con él para que pueda dormir cinco minutos más y que no parezcan cinco segundos, porque a esa hora del día los minutos son segundos y no duran, pero después se intercambian, se confabulan en su contra y tardan demasiado, y de las diez de la mañana a las diez con diez no hay diez minutos, hay mil, que pasan lento, lento. El despertador sigue sin sonar. ¿Estará enfermo? ¿Estará de baja? Roberto siente el primer rayo de sol que se cuela por su ventana, el intruso que viene a decirle que los cinco minutos hace horas que han pasado ya, debe de haber más de cien señoras formadas esperando a que él llegue a decirles que no saben lo que saben y a llenar, a mano, una por una, hasta que termine, sus malditos formularios para que puedan cobrar los dos eurillos que les envían sus nietos y sobrinas desde distintas partes del país para que puedan ir a comprar los cuatro gramos de pescado blanco que luego ni se comen y se lo dan a uno de los cientos de miles de gatos con los que viven, ¿para eso hay que levantarse? No suena el despertador y Roberto siente la comezón de su paga, llegará tarde de nuevo y serán dos los días que le han de descontar, no es justo, por cada cinco minutos le quitan cinco días de paga, y el despertador sí sirve, Roberto lo oye, segundo a segundo, paso a paso. Abre el ojo lentamente, pesa demasiado para hacerlo más rápido, pero la vista está fuera de foco y el despertador mira a la ventana, no le da la cara, no lo quiere ver, está ofendido, enojado, molesto, porque Roberto nunca le obedece y tal vez por eso no suena, el despertador se ha puesto en huelga para que Roberto no llegue a trabajar y sea despedido, es su aliado, el despertador tampoco quiere que Roberto llegue a atender a las cuatrocientas señoras bien vestidas y mejor alimentadas y a los otros cuatrocientos caballeros que no saben lo que saben, que ya lo esperan a las puertas de la única oficina de correos que hay en este pueblo, por favor, piensa Roberto, que suene el despertador porque ya se pone nervioso, el silencio es mal amigo, pero el despertador marca su paso, segundo tras segundo, y Roberto abre el otro ojo, uno en foco y el otro no, tiene que sacar la mano de su entrepierna para pedirle perdón al despertador y suplicarle, rogarle que le diga la hora. Saca la mano y siente el frío del exterior, no es justo, tal vez son las tres de la madrugada y el mundo se ha vuelto loco y por eso hay tanta luz. Logró sacar la mano y darle vuelta al despertador para enfrentarlo, para retarlo, para decirle que está dispuesto a todo, y el despertador, con un cinismo fuera de este mundo, le dice que son las doce del día, casi en punto, y es cuando decide sonar, pero suena al otro lado de la habitación, para que Roberto se tenga que poner de pie, para que no tenga opción, para atender al aliado del despertador que no es el despertador sino el teléfono, pues es sábado y se comprometió con su madre a acompañarla a hacer las compras de la semana. La muerte es muerte siempre. Incluso en sábado.

2 comentarios:

Jo Grass dijo...

Uff, qué paranoia más grande. Yo también he odiado siempre el despertador porque soy noctámbula desde que tengo uso de razón.De noche se me ocurren mejores ideas, no se trata de deambular la calle sin rumbo sino de crear con todos los sentidos que en la madrugada se despiertan. El problema es que la vida me obliga a madrugar, y el resultado es que duermo poco y mal, odiando, como Roberto, ese despertador!

Mercedes Ridocci dijo...

Buena descripción de algo tan habitual y cotidiano.
Toda la semana soportando el maldito despertador para ir al trabajo que te tiene hasta el gorro, y llega el fin de semana, y viene el maldito subconsciente y te la juega: "no querías sopa, pues toma dos platos"

Muy bueno