SEÑORA QUE ESPERA

Desde hace muchos años, la señora Alicia Ortiz sale todos los días, muy temprano, a la puerta de su casa, con una silla. Se sienta a esperar, todo el día. En ese espacio desayuna, come y cena, sin importar si llueve, si hace viento, o si siente frío o calor. Los vecinos la estiman y de alguna manera, la entienden. Ella dice que no se moverá de ese sitio hasta que regrese su marido. Tristemente, él no regresará jamás. He aquí el porqué.


El 19 de septiembre de 1985, Don Ricardo Ortiz Hierro, un próspero hombre de negocios de 62 años de edad, salió de su casa las cuatro de la mañana en punto, por tercer día consecutivo. Era una persona dinámica que trabajaba catorce horas al día, incluyendo los sábados, sin importarle que cargaba a cuestas poco más de seis décadas de vida. Vivía con Alicia, su esposa, y Elsa, la hermana mayor de ésta, en un barrio lujoso en la ciudad de México. Esa madrugada, Alicia le preparó un desayuno para que llevara algo en el estómago. Don Ricardo era muy descuidado y, si no fuera por su mujer, difícilmente podría llevar el tren de vida que llevaba.

Ese día, sintiéndose satisfecho y agradecido, Don Ricardo subió a su coche y quince minutos más tarde, circulaba por la zona donde se estaba el edificio donde se encontraban las oficinas de su empresa, en el centro de la ciudad. En condiciones normales, el recorrido requería al menos de hora y media, pero a esa hora de la madrugada no había tráfico. Don Ricardo aparcó su coche y no se dio cuenta que un individuo lo siguió. Entró en su oficina e hizo las llamadas que debía hacer a Japón y cerró el negocio en el que venía trabajando desde hacía varias semanas. Los dos días anteriores al 19 de septiembre habían sido muy productivos, aunque se había gastado una pequeña fortuna en largas distancias. Era curioso, esa hora de la mañana, estaba en condiciones de servirse una copa de brandy para celebrar haber cerrado uno de los negocios más grandes de su vida.


Don Ricardo era comerciante. Compraba lotes completos de zapatos y artículos de cuero en la ciudad de León, los enviaba a un taller donde los etiquetaba con su marca y después los exportaba. Empezó sus negociaciones con Costa Rica, luego se extendió a Colombia y Venezuela. Varios años después, logró colocarse en el mercado estadounidense, lo que le abrió las puertas del mercado asiático, en particular, el japonés. Ése 19 de septiembre, a las cinco de la mañana con dos minutos, quedó cerrado el embarque más grande de calzado mexicano que se haya exportado jamás al continente asiático. Bien valía la pena la celebración.


Después de tomarse el brandy, a las cinco de la mañana con ocho minutos, estuvo dudando si regresar a su casa para tomarse el resto del día o recostarse en el sillón de su oficina y dormir ahí, hasta las nueve de la mañana, hora en la que empezarían a llegar sus empleados. Fue al baño, se lavó los dientes y optó por la segunda de las alternativas. Don Ricardo era un hombre muy práctico. En su privado, además de un baño, había un pequeño espacio donde cabía un armario el cual mantenía siempre con varias mudas de ropa, una bata e incluso, ropa para dormir. A veces, cuando salía de viaje o regresaba muy tarde de reuniones de negocios, pasaba la noche en su privado, en el sillón donde ahora se disponía a dormir.


A las cinco veinte de la mañana, se quitó los zapatos y se puso ropa de dormir. Llamó por teléfono a su esposa y le transmitió las buenas noticias. Hablaron de un probable viaje juntos a Japón, hacía varios años que no viajaban como turistas y esta sería una excelente oportunidad para hacerlo. Dejó su ropa de calle cuidadosamente doblada sobre el escritorio, al lado de su portafolios y su billetera. Programó la alarma de su reloj de escritorio para que sonara a las siete y media de la mañana. Le daría tiempo suficiente para ducharse y arreglarse antes de que llegaran los casi cien empleados que laboraban para él. De una repisa de su armario sacó una almohada, la colocó en el sillón y se acostó, quedándose profundamente dormido de inmediato.


A las seis y media, el individuo que lo siguió desde la calle irrumpió en su oficina con la intención de asaltarlo. Difícil saber cómo logró entrar. No era la primera vez que Don Ricardo sufría este tipo de agresiones. El individuo no tuvo necesidad de utilizar la violencia. En cuanto Don Ricardo se dio cuenta que le era imposible defenderse, actuó con calma y fue dando al asaltante todo lo que éste le demandaba. Incluso la ropa que estaba sobre el escritorio.


A las siete de la mañana con diecinueve minutos, sobrevino el terremoto más destructivo en la historia de México. Don Ricardo aún se encontraba con ropa de dormir. El asaltante se había colocado las ropas del escritorio y se encontraba sentado en la silla de Don Ricardo, esperando a que su víctima le entregara el resto de los valores que ahí había.


El edificio amenazó con desmoronarse. Los cristales de las ventanas empezaron a quebrarse en miles de pedazos y a inundar la oficina de pequeños cristales rotos. Las estanterías se desprendieron de los muros, cayendo pesadamente al suelo con todo lo que antes contenían. Una pesada lámpara metálica, de techo, se desprendió y cayó exactamente sobre la cabeza del asaltante, matándolo al instante sin que éste se enterara y lo desfiguró por completo; Don Ricardo sabía que tenía que salir de ahí cuanto antes, no podía perder el tiempo tratando de averiguar si el asaltante estaba vivo o no. Poco antes que se sintiera el crujir de las estructuras del edificio. Don Ricardo alcanzó a salir corriendo y llegó a la puerta de las escaleras. La abrió y al empezar a bajar, los escalones se quebraron en dos: el edificio se estaba tambaleando y se sentían los golpes de concreto cómo iban cayendo unos sobre otros. Una polvareda le hizo imposible ver qué ocurría y tuvo que guiarse por el oído, además de que con la manga del pijama improvisó un tapabocas que le permitiera respirar. Don Ricardo bajó hasta que logró llegar a la salida a la calle y entonces el edificio se vino abajo por completo. Don Ricardo lo contempló y fue golpeado por varillas, hierros retorcidos, pedazos de concreto, ladrillos y todo lo que era violentamente escupido de los escombros al momento de caer. La ciudad estaba en pánico. Con el cuerpo ensangrentado, un brazo roto, un pie destrozado y severas contusiones más, Don Ricardo alcanzó a llegar a una esquina. Desde ahí miró el panorama: no sólo su edificio se había derrumbado, el de al lado estaba a punto de caer y unos cincuenta metros más adelante, otro edificio estaba aplastado. Don Ricardo perdió el conocimiento en ese momento, pero su instinto le ayudó y lo llevó hasta la puerta de las instalaciones de la Cruz Roja, en donde fue inmediatamente recibido y atendido. Curiosos que son los instintos humanos, Don Ricardo sacó fuerza de la nada, pues en el momento en que ingresó a la Cruz Roja, cayó en estado de coma y su estado fue diagnosticado como muy grave. Pocas esperanzas le dieron los médicos.


Los equipos de rescate empezaron a llegar a la zona de desastre casi a las nueve de la mañana. Había que limpiar la zona prácticamente a mano, pues la cantidad de escombros hacía imposible que un vehículo con maquinaria especializada pudiera circular por ahí. En esa calle había dos edificios completamente derrumbados y dos más severamente dañados que podían venirse abajo en cualquier momento. Una cuadrilla de cerca de cincuenta personas trabajaba arduamente en el edificio donde apenas un día antes estaban las oficinas de Don Ricardo. Tenían la esperanza de encontrar sobrevivientes, aunque los informes coincidían en que en esa construcción sólo había oficinas y algunos comercios en la planta baja. Sin embargo, los voluntarios avanzaban para cerciorarse de ello. Uno de ellos dio la voz de alarma cuando detectó un cadáver, debajo de varias toneladas de escombro. Desde la posición de los rescatistas, sólo se alcanzaba a ver la parte lateral del cuerpo, desde el brazo hasta la cadera. Una pesada viga de cemento le cubría casi por completo.


El equipo tuvo que quitar muchos escombros antes de que pudieran mover la viga. Cuando llegaron a ese punto, no fueron suficientes para moverla y tuvieron que esperar más voluntarios. Varios paramédicos recorrían la zona aplicando vacunas a los socorristas y de muchos rincones de la ciudad empezaron a llegar más voluntarios. El tiempo siguió su curso, no había energía eléctrica y las líneas telefónicas también estaban dañadas, así que la comunicación con el exterior era imposible. Sólo se podía acceder a la zona de desastre a pie.


Esa misma noche sobrevino una réplica, que afortunadamente no hizo más daño. Cerca de las once de la noche lograron quitar la viga, aunque tuvieron que partirla en varios pedazos. El cadáver que se encontraba debajo fue rescatado y su estado era lamentable. Fue imposible que lo reconocieran, pues la cabeza había sido desfigurada por el impacto de la lámpara. El cadáver fue llevado a un depósito en donde estaban siendo colocadas todas las víctimas mortales, en cajas de madera, para que fueran reconocidos y reclamados por familiares.


Alicia Benavides de Ortiz estaba acostumbrada a que Don Ricardo no fuese a dormir a casa, pero era muy difícil que ello ocurriese dos noches seguidas, a menos que su esposo se encontrara de viaje. Empezó a preocuparse a las doce del día del día veinte de septiembre. Había hablado con Don Ricardo en la madrugada del día anterior, cuando él le confirmó el éxito que había logrado con los japoneses, pero no había logrado comunicarse después. En las noticias seguían diciendo que la zona más dañada por el terremoto era justo donde se encontraba las oficinas de su marido.


Alicia no podía esperar más. En todos lados se hablaba de la catástrofe y ella no sabía nada de su esposo. Salió a la avenida y cogió un taxi que, pese a los esfuerzos del taxista, no logró llegar hasta la zona del desastre. Alicia se apeó del coche todavía muy lejos de ahí y caminó. Cerca de las seis de la tarde, presenció horrorizada el panorama. Ya no había edificio. Una gran cantidad de personas removían los escombros. Se acercó y empezó a preguntar si había habido sobrevivientes.


Dos horas después, y gracias a la información que había logrado recabar en el lugar de los hechos, llegó al depósito donde habían llevado el único cadáver que habían rescatado el día anterior de ese edificio. Cuando le mostraron los objetos personales, no tuvo más dudas. Le entregaron la cartera, aún con dinero y todas sus identificaciones, y los restos de las ropas. Alicia se identificó y pudo llevarse todo. Era una mujer fuerte. Pese al enorme dolor que le provocaba la muerte de su querido esposo, organizó un funeral digno e inmediato. Sus restos fueron incinerados y depositados en un nicho en el Panteón Francés de la ciudad de México.


Pasó un mes. Alicia se recuperaba poco a poco. No estaba segura si deseaba seguir viviendo en la misma casa. Pensó en internar a su hermana en alguna institución y tal vez, viajar. Había heredado una cuantiosa fortuna que le permitiría vivir con mucha soltura. En todo caso, se quería tomar las cosas con calma.


El treinta de octubre de 1985, en la Cruz Roja del barrio de Polanco, en la ciudad de México, dieron de alta al hombre que llegó casi muerto el día del temblor. Don Ricardo se sentía bien, aunque estaba aturdido, recordaba las cosas muy vagamente. No tenía clara la memoria. Ese día salió caminando, con unas ropas que nunca supo de dónde salieron pero que estaba seguro que no eran suyas.


Don Ricardo vagabundeó sin saber a dónde dirigirse. Un golpe de memoria le hizo revivir ciertos acontecimientos que lo llevaron hasta donde había estado su oficina. ¿Qué ocurrió? ¿Qué había aquí que me es tan familiar? ¿Quién soy?, se preguntaba. Jaime Sahagún, uno de los vecinos que no resultó afectado, habitante del edificio frente a las ruinas, lo vio por la ventana. No lo podía creer, pues él mismo ayudó a rescatar el cuerpo. Bajó corriendo a la calle y al llegar , Don Ricardo ya no estaba ahí. ¿Fue una visión, una alucinación?, se preguntaba Jaime, ¿o sería el fantasma de Don Ricardo?


No pudo reprimirlo y llamó por teléfono a Alicia. Le dijo que había visto a Don Ricardo. Alicia al principio lo tomó como una broma de muy mal gusto –finalmente, ella ni siquiera conocía al fulano que la llamaba-, pero había algo en la voz de ese hombre que la hizo dudar. Tal vez obraba de buena voluntad y sólo estaba sufriendo alucinaciones. Ella misma soñaba constantemente con su difunto esposo.


Al día siguiente, Alicia recibió otra llamada de Felipe, un viejo amigo de Don Ricardo, que aseguraba haberle visto andrajoso y mal vestido, deambulando por el Parque de Chapultepec. Y al día siguiente, otro conocido del matrimonio Ortiz se comunicó para decirle que lo vio entrar en un restaurante de la avenida Mazarik. Las llamadas empezaron a repetirse y Alicia empezó a sentir que su esposo no estaba descansando en paz. La impresión fue tal, que Alicia consultó con espiritistas. Sí, en efecto, era posible que el espíritu de Don Ricardo estuviese vagando sin rumbo en distintas partes de la ciudad. Alicia fue al Panteón donde reposaban sus cenizas y desde ahí le suplicó que le dijera qué era lo que estaba buscando, que acudiera a ella y no a extraños. El día que le dijeron que lo habían visto cruzar caminando los carriles centrales del Periférico, Alicia contactó a la señora Luna, médium especialista en contactos con el más allá.


Al principio fueron sólo dos entrevistas, pero la señora Luna convenció a Alicia que se hiciera una sesión espiritista para convocar a su marido, para hablar con él. Alicia seguía pensando que era una locura, pero no podía dejar de hacerlo, eran muchas las evidencias de que Don Ricardo rondaba por la ciudad, tenía que estar segura. La sesión tuvo lugar en la estancia de la casa de su casa, el lugar preferido de Don Ricardo. Asistieron varias personas más, pero la sesión no tuvo éxito. Durante varias horas lo invocaron y el espíritu de Don Ricardo jamás se apareció.


Don Ricardo, por otro lado, a veces recuperaba partes de su memoria, pero no por mucho tiempo, le abandonaban después. No se estaba alimentando regularmente y pasaba las noches donde le pillaba, a veces en portales, a veces en iglesias, y como es lógico, su salud empeoró y empezó a acusar debilidad. Después de días sin probar bocado llegó, sin saber a bien cómo, a uno de sus lugares preferidos de toda su vida, la pequeña iglesia donde se casó, en el barrio de Chimalistac, donde todas las calles son empedradas y muy angostas. La iglesia se encuentra en una plazuela rodeada de jardines. Don Ricardo se sentó en una de las bancas del exterior y ahí recordó quién era por unos momentos. Con esa lucidez momentánea, caminó y caminó, hasta que, después de dar muchas vueltas, llegó a hasta la puerta de su casa. Desgraciadamente, en ese momento ya no supo quién era ni dónde se encontraba. Contempló la casa con los ojos entrecerrados y se sentó en la calle. Se mantuvo así hasta que se quedó dormido y finalmente, ya entrada la noche y a causa de una aguda desnutrición, murió.

La mañana siguiente, Alicia se preparaba para ir de compras. Había decidido vender la casa e irse a vivir con su hermana a la costa y tenía una cita con un administrador de bienes que se encargaría de ello. Bajó la escalera y se despidió de su hermana, asegurándole que regresaría a tiempo para la hora de la comida. Cuando salió, no se dio cuenta, simplemente creyó ver un hombre acostado en la acera frente a su casa. Estaba por dirigirse a la esquina para coger un taxi, pero algo más le llamó la atención. Giró sobre sí misma y caminó hasta donde estaba el cuerpo sin vida de Don Ricardo y fue entonces que le reconoció.


Sería inútil intentar describir su asombro, su dolor y su consternación. Alicia por fin había logrado que Don Ricardo regresara y se lamentaba no haberlo visto a tiempo. Regresó, sí, pero como un cadáver. Sin embargo, Alicia pensaba que tarde o temprano, regresaría de nuevo y ella tendría que estar preparada para recibirle, atenderle e impedir que de nuevo, su marido muriese. Realizó un segundo funeral con toda la discreción posible, pues estaba consciente de la gran cantidad de cuestionamientos que surgirían por incinerar a su marido por segunda ocasión. Guardó las cenizas en el mismo espacio donde había guardado las anteriores y a partir de entonces, se dedicó a esperarlo. Desde que amanecía hasta que anochecía, en la puerta de su casa. Lamentablemente, Don Ricardo nunca regresó.

3 comentarios:

Mercedes Ridocci dijo...

Mágico relato.
Muy característico de esas tierras tuyas.
Encierra ternura, algo que creo te sella como escritor.

LaCuarent dijo...

Wuauuu! mu bueno me ha encantado ese misterio y el final .
Un beso

Marta Sánchez Mora dijo...

qué tengo que decidir? Quiero eso...